19 ene 2015

Órdenes

Se planteaban una duda razonable: “¿saben lo que necesitamos para vivir?”; sin embargo ninguno se atrevía a cuestionarlo, por desconocimiento, conformismo o por pereza; pero ahí estaban, en la gran sala de espera blanca e iluminada, aguardando su turno. De repente sonó el timbre, un cartel luminoso pasó del 71.392 al 71.393, alguien se levantó y entró por la primera puerta, la que le conducía a la sala de Imaginar, era su turno y no pensaba dejarlo pasar. Durante el día se sucedían los movimientos de la gente y en la sala de espera desfilaban rostros sin nombre.

Un hombre de aspecto andrógino, en cuyo rostro no se podía adivinar su edad, pero con una mirada que mostraba intriga, se levantó de su asiento y se dirigió hacia una de las puertas, “No quiero esperar mi turno, ¿por qué debería hacerlo? nadie sabe qué puedo necesitar ahora mismo.” Entró en un espacio grande, no recordaba haber estado allí antes pero sabía que así había sido.

Un suelo cómodo le aguardaba y la estancia se extendía en una réplica de sí mismo, se trataba de un lugar donde moverse y hacer ejercicio. Una mujer se le quedó mirando, no debería estar allí mientras ella corría; cuando la vio aceleró y se dio cuenta de que tenía ganas de hacer lo que ella, y se puso a imitarla.

Unos cuantos kilómetros y un par de conversaciones más tarde volvieron a la sala de espera, y sin cruzar una palabra ni una mirada con el resto de la gente se dirigieron a otra puerta; esta vez sí sabían qué había detrás: la tienda. Tenían hambre y sed, y un poco de dinero a mano. Compraron un par de “cosillas” bajo la mirada inquisitoria del dependiente, “no deberían estar comprando ahora, no les toca”.

Un par de hermanos gemelos se habían atrevido a seguirlos desde la sala de espera, y entraron por primera vez en esa tienda sin estantes, ventanas ni nada que pudiera distraer a los usuarios de la adquisición de “cosas”. Pero como no era su turno, no tenían dinero y decidieron ahorrar sus energías para seguir a la pareja que había roto las normas.

Volvieron a pasar por la sala de espera, y la niña pelirroja y sus abuelos se les unieron. Después de cruzar unas cuantas palabras decidieron ir a la puerta del fondo, y, otra vez, les embargó esa sensación de lo desconocido conocido, pero la sala que los albergaba era un espacio que imponía silencio, concentración y estudio. A través de sus pliegues supieron que el exterior estaba cerca, pero seguía estando fuera. La gente sentada no les hacía el menor caso, no era su turno y más importante era el conocimiento que buscaban.

Los siete personajes atravesaron la sala de espera en busca de otra puerta, necesitaban relajarse y el camino que tomaron les llevó a un gran espacio de múltiples alturas y pequeñas plataformas, un rótulo parecía gritar ¡Hora de jugar! Y eso hicieron, sobre todo los más pequeños. Los otros jugadores se desconcentraron y la mayoría se dejó llevar y les increpó al grito de “¡No es vuestro turno!”. Los pocos que les permitieron acceder al juego no interrumpieron su diversión que creció exponencialmente.

Cuando volvieron todos a la sala de espera, ya eran once los que habían decidido obviar el horario. Mucha gente en la sala de espera se enfrentó a ellos, y éstos les respondieron hablando y argumentando sus decisiones. La discusión no paró hasta que un nuevo grupo de personas que venían a esperar, al día siguiente, apareció. La luz de la sala de espera no parecía haber cambiado, pero el tiempo había pasado.

Los perturbadores pensaron: “hemos imaginado mientras hacíamos ejercicio, hemos ahorrado mientras comprábamos y hemos jugado a estudiar para después aprender con el juego, y finalmente hemos estado discutiendo sobre todo eso, ¿por qué deberíamos haber seguido un orden?”. Y volvieron a la ciudad. Lo que no se les ocurrió es que habían realizado las acciones que tenían que hacer, el orden no es lo prioritario, sino el resultado. Al día siguiente la historia se repitió, personas distintas y distinto orden, pero el mismo final.